Quedé conmocionada por la horrenda ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de París, pero en algunas páginas web encontré gente que decía que la parodia de la Última Cena no era blasfemia, sino una mera expresión artística. ¿Podría usted explicar qué es una blasfemia? Le agradecería también que me aconsejara cómo debe reaccionar un buen católico frente a ella.
RESPUESTA
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Padre David Francisquini
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Los diccionarios definen la blasfemia de dos maneras principales: como una palabra ofensiva hacia una divinidad o una religión o bien, en un sentido más amplio, como una palabra o afirmación que insulta u ofende a alguien o algo digno de respeto.
En español, el verbo blasfemar procede del latín blasphemare, que a su vez deriva del griego blasphemein, compuesto de blapto, “yo damnifico” y phaino, “yo hago visible”. Literalmente, blasfemar significa por tanto maltratar (damnificar) la visibilidad (la imagen), dando a entender que se trata de Dios. O también, “perjudicar la manifestación de Dios (su visibilidad)”, es decir, perjudicar el honor de Dios, de pensamiento, palabra u obra. Como es sabido, la lengua original del Nuevo Testamento es el griego, y en este sentido se emplea en las epístolas y en los Hechos de los Apóstoles.
La versión hebrea del Antiguo Testamento utiliza la palabra gidduf, que se traduce como “reprobación”. Se trata, pues, literalmente de tener la audacia de afrentar a Dios atreviéndose a dirigirse a Él con reproches violentos. En la Biblia, la noción de gidduf se refiere a cualquier ataque arrogante a la dignidad de Dios o a la santidad de su Nombre, ya que para los judíos, ante la ausencia de una imagen, es su Nombre
inefable el que lo representa.
Pecado contra el segundo mandamiento del Decálogo
Aunque etimológicamente la palabra blasfemia puede aplicarse a un atentado contra el honor debido a una criatura, en su acepción estricta solo se emplea en este último sentido, como oportunamente lo observó san Agustín. Por ello, fue definida por Francisco Suárez, el célebre teólogo jesuita de la Contrarreforma, como “cualquier palabra de maldición, reproche o injuria pronunciada contra Dios” (De Relig., tract. III, lib. I, cap. IV, n.º 1).
Hay que tener en cuenta que, aunque en la acepción del padre Suárez la blasfemia se define como una palabra, porque así es como suele cometerse este pecado, también puede perpetrarse con el pensamiento o con un acto. Sin embargo, al ser principalmente un pecado de la lengua, se considera como directamente opuesto al acto religioso de alabar a Dios.
De igual modo, hay que subrayar que, aunque el objeto de la blasfemia sea casi siempre Dios, incluye pensamientos, palabras o gestos injuriosos contra los santos o las cosas sagradas, por la relación que tienen con Dios y su servicio.
Constituye uno de los pecados contra el segundo mandamiento del Decálogo: “No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en vano” (Ex 20, 7). En su aspecto positivo, este mandamiento obliga a los fieles a dar testimonio del nombre de Dios, confesando su fe sin ceder al miedo, predicando el nombre de Nuestro Señor Jesucristo con adoración y respeto (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n.º 2145) y respetando las promesas hechas a otro en nombre de Dios (n.º 2147). En su aspecto negativo, “prohíbe abusar del nombre de Dios, es decir, todo uso inconveniente del nombre de Dios, de Jesucristo, de la Virgen María y de todos los santos” (n.º 2146).
El mayor pecado contra la virtud de la religión
Una de las formas más graves de abusar del nombre de Dios, según el mismo Catecismo de la Iglesia Católica, es la blasfemia, que se opone directamente al segundo mandamiento: “Consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios. Santiago reprueba a ‘los que blasfeman el hermoso Nombre (de Jesús) que ha sido invocado sobre ellos’ (St 2, 7). La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas” (n.º 2148).
Según los moralistas, la blasfemia es un pecado grave en sí mismo, sin que sea necesaria la intención expresa de atentar contra el honor de Dios. Basta con que la persona sea consciente del significado de sus palabras o acciones. Sin embargo, las malas palabras que, por cólera o irreflexión, invocan el nombre de Dios sin intención de blasfemar, aunque le falten al respeto, son en sí mismas un pecado venial, a menos que la cólera se dirija contra el propio Dios o que las palabras o gestos constituyan un grave escándalo para terceros.
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Santiago reprueba a “los que blasfeman el hermoso Nombre (de Jesús) que ha sido invocado sobre ellos”. Santiago el Mayor, Giotto di Bondone, s. XIV; temple y oro sobre madera, Museos Vaticanos.
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La malicia de la blasfemia resulta, por una parte, del hecho de que es el mayor pecado que se puede cometer contra la virtud de la religión, por la que rendimos a Dios el honor que le corresponde como primer principio y último fin. Por otra parte, en la medida en que por la blasfemia atribuimos a Dios lo que no le pertenece, o le negamos lo que es suyo, puede a veces ser un pecado contra la fe (Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II–II, q. 13, art. 1).
El blasfemo provoca la justa ira de Dios
Más aún, la seriedad de una afrenta es proporcional a la dignidad de la persona a la que se dirige. Puesto que en la blasfemia el insulto se dirige a la infinita majestad de Dios, el grado de su malicia se hace evidente.
La gravedad de la blasfemia es tal que, en la Antigua Ley, el blasfemo era castigado con la muerte por lapidación (Lev 24, 14-16). Cuando oían blasfemar, los judíos solían rasgarse las vestiduras en repudio del delito (2 Re 18, 37; 19, 1), como hizo Caifás cuando acusó a Jesús de haber blasfemado (Mt 26, 65). Incluso los paganos condenaban severamente la blasfemia. En Atenas, Alcibíades fue obligado a sufrir la confiscación de sus bienes por ridiculizar los ritos de Ceres y Proserpina.
También entre los antiguos romanos se castigaba la blasfemia, aunque no con la muerte. A partir de la cristianización del Imperio, encontramos decretos más severos contra este pecado en tiempos de Justiniano. En una constitución del año 538 d.C., se pide al pueblo que se abstenga de blasfemar, ya que provoca la ira de Dios. Se ordena al prefecto de la ciudad que detenga a todos aquellos que persistan en su ofensa después de esta advertencia y los condene a muerte, para que la ciudad y el imperio no sufran a causa de su impiedad (Auth. Col., Tit. VII, 7 de noviembre).
Entre los visigodos, todo aquel que blasfemara el nombre de Cristo o expresara desprecio por la Trinidad se le rapaba la cabeza, era sometido a cien azotes y sufría prisión perpetua encadenado (Ll. Wisigoth., lib. XII, tit. III, 1. 2). Entre los francos, según una ley promulgada en la Dieta de Aquisgrán en 818 d.C., este pecado era una ofensa capital.
La Iglesia aunque reconoció el delito de blasfemia, suavizó las penas
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Cristo ante Caifás, Francesco Trevisani, 1705-10; óleo sobre lienzo, Museo de Arte de la Universidad de Princeton
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La ley canónica medieval suavizó las penas. En virtud de un decreto del siglo XIII, un condenado por blasfemia estaba obligado a permanecer en la puerta de la iglesia durante las solemnidades de la misa por siete domingos, y el último, despojado de su capa y calzado, debía comparecer con una soga alrededor del cuello. También se imponían obligaciones de ayuno y limosna. En su Constitución Cum primum apostolatus (§ 10), san Pío V reiteró las penas. El laico declarado culpable de blasfemia era multado, la cantidad se incrementaba a la segunda infracción, y a la tercera el infractor era enviado al exilio o a las galeras.
En las legislaciones modernas se abolió el delito de blasfemia, pero en muchas de ellas se mantuvo el de “ultraje por motivo de creencias religiosas” o similares. El cambio es muy indicativo de la transición de una sociedad teocéntrica y cristiana, en cuya legislación se castigaba el delito de ofender a Dios, a una sociedad atea que sitúa al hombre en el centro, protegiendo sus creencias —cualesquiera que sean— y castigando la ofensa a sus convicciones religiosas o la perturbación de la paz pública que ello conlleva.
Jesús es ofendido y ridiculizado en la escenificación de la Última Cena
La parodia de la Última Cena, presentada en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de París con la complicidad de las autoridades francesas y del comité organizador de los juegos, fue una proclamación de desprecio sin límites hacia el Hombre-Dios. La actriz que interpretaba a Jesús era una lesbiana vulgar, y los que encarnaban a los Apóstoles eran transexuales disfrazados de drag queens con posturas obscenas.
Es casi imposible imaginar una blasfemia que ridiculice aún más uno de los mayores actos de amor de nuestro divino Redentor por la humanidad, ya que fue en la Última Cena donde instituyó el sacerdocio, la perpetuación del sacrificio de la Cruz en la Santa Misa y la Sagrada Eucaristía como alimento cotidiano para nuestras almas.
De ahí la consternación de los cristianos del mundo entero, sumada al grito de indignación que brotó de todos los corazones verdaderamente católicos y no encontró eco en los responsables, que se escudaron en la neutralidad del Estado y en la libertad artística de quienes concibieron el espectáculo blasfemo.
Hay que señalar, a propósito, que la pretendida neutralidad religiosa del Estado es una gran mentira, porque la protección de las creencias de los ciudadanos solamente funciona en una dirección: ¡ay de aquellos que se atrevan a burlarse de las “drag queens” o de los homosexuales o de las lesbianas, de los transexuales o de las llamadas “minorías marginadas”! La “blasfemia” contra ellos está prohibida y severamente castigada. Sin embargo, la inmensa mayoría de la población queda excluida del beneficio de la “inclusión” de que disfrutan quienes promueven comportamientos inmorales y ofenden gratuitamente a Dios.
Reparar el honor de Cristo y contribuir a la salvación del prójimo
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El Papa Pío XI dedica una sección de su encíclica Misserentissimus Redemptor al “deber de tributar al Sacratísimo Corazón de Jesús aquella satisfacción honesta que llaman reparación”
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Una palabra final sobre la reparación que esta blasfemia —vista por miles de millones de personas en sus televisores, incluidos los niños— debería provocar entre los fieles.
Según la doctrina católica, un acto de reparación es una oración, un acto de devoción o un sacrificio ofrecido a Dios con la intención de expiar los pecados propios o ajenos. En la encíclica Misserentissimus Redemptor, sobre la expiación debida al Sagrado Corazón de Jesús, el Papa Pío XI dedica una sección al “deber de tributar al Sacratísimo Corazón de Jesús aquella satisfacción honesta que llaman reparación”. Afirma que la respuesta de amor de la criatura al amor del Creador impone espontáneamente el deber de “compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa”.
Se trata de un deber de justicia, “en cuanto a la expiación de la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y en cuanto a la reintegración del orden violado”. Pero es también un deber de amor, “en cuanto a padecer con Cristo paciente y ‘saturado de oprobio’ y, según nuestra pobreza, ofrecerle algún consuelo”.
Como todos somos pecadores, agrega el Papa, no basta con hacer actos de adoración, de acción de gracias y de súplica. Es necesario también “satisfacer a Dios, juez justísimo, ‘por nuestros innumerables pecados, ofensas y negligencias’”, no sea que “la santidad de la divina justicia rechace nuestra indignidad impudente, y repulse nuestra ofrenda”.
Es verdad que la Redención de Jesucristo “perdonó nuestros pecados” (Col 2, 13) sobreabundantemente. Sin embargo, la divina Sabiduría ha determinado que debemos completar en nuestra carne lo que falta a la Pasión de Cristo en su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24). Por eso, a las oraciones y satisfacciones que Cristo ofreció a Dios en favor de los pecadores, podemos y debemos añadir también las nuestras, reconociendo, sin embargo, “que toda la fuerza de la expiación pende únicamente del cruento sacrificio de Cristo, que por modo incruento se renueva sin interrupción en nuestros altares”, enseña Pío XI.
E insiste en que toda la grey cristiana “debe ofrecer por sí y por todo el género humano sacrificios por los pecados”, concluyendo que “cuantos fieles mediten piadosamente todo esto, no podrán menos de sentir, encendidos en amor a Cristo apenado, el ansia ardiente de expiar sus culpas y las de los demás; de reparar el honor de Cristo, de acudir a la salud eterna de las almas”.
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¡Bendito sea Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar!
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Algunos consejos para los actos de reparación
Hace casi un siglo atrás, cuando las costumbres aún no estaban tan corrompidas como hoy y eran impensables actos públicos de blasfemia como los que vemos ahora, Pío XI consideraba que “la necesidad de esta expiación y reparación, no se le ocultará a quien vea y contemple este mundo, como dijimos, ‘en poder del maligno’ (1 Jn 5, 19). De todas partes sube a Nos clamor de pueblos que gimen, cuyos príncipes o rectores se congregaron y confabularon a una contra el Señor y su Iglesia”.
Y aún es más triste, decía el Pontífice, el hecho de que “entre los mismos fieles, lavados en el bautismo con la sangre del Cordero inmaculado y enriquecidos con la gracia, haya tantos hombres, de todo orden o clase, que con increíble ignorancia de las cosas divinas, inficionados de doctrinas falsas, viven vida llena de vicios, lejos de la casa del Padre”.
En particular, lamentaba “el olvido deplorable del pudor cristiano en la vida y principalmente en el vestido de la mujer; la codicia desenfrenada de las cosas perecederas, el ansia desapoderada de aura popular; la difamación de la autoridad legítima, y, finalmente, el menosprecio de la palabra de Dios, con que la fe se destruye o se pone al borde de la ruina”.
Si este era el diagnóstico de Pío XI en aquel lejano 1928, ¿cuál sería su apreciación de lo que vemos hoy? Surge naturalmente una segunda pregunta que me fue hecha: ¿cómo expiar este océano de ofensas contra la Santísima Trinidad?
“Acepta, te rogamos, benignísimo Jesús, por intercesión de la Bienaventurada Virgen María Reparadora, el voluntario ofrecimiento de expiación; y con el gran don de la perseverancia, consérvanos fidelísimos hasta la muerte en el culto y servicio a ti, para que lleguemos todos un día a la patria donde tú con el Padre y con el Espíritu Santo vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.”
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La mejor expiación por las ofensas a Dios es recibir con piedad la Sagrada Comunión —siempre en estado de gracia— y, durante la acción de gracias, detenerse particularmente en el acto de reparación. Sobre todo el primer viernes y el primer sábado de mes, según los pedidos formulados por el Sagrado Corazón de Jesús a santa Margarita María Alacoque y por la Santísima Virgen a los pastorcitos de Fátima.
Igualmente recomendable es dedicar un tiempo a la adoración ante el Santísimo Sacramento o, no pudiendo acudir a la iglesia, rezar el rosario en casa, meditando los misterios y ofreciendo al Padre Eterno los actos de amor, de obediencia y de expiación que el Hijo le ofreció a lo largo de su vida.
También es posible, sin perjuicio del cumplimiento de los deberes de estado, ofrecer algunos sacrificios voluntarios, como privarse de algunos alimentos o de algunas comodidades, con la intención de reparar una ofensa particularmente escandalosa contra Dios.
El valor de estos actos de piedad aumentará mucho si se hacen con gran fervor, como quien se rasga no las vestiduras como los judíos de la Antigua Ley, sino el alma misma. Frente a las blasfemias que se cometen hoy en día, conviene rasgarse el alma por el dolor y, cuando proceda, también por la santa cólera que el divino Maestro nos dio como ejemplo cuando expulsó a los mercaderes del Templo.
Pidamos a Nuestro Señor, por intercesión del Inmaculado Corazón de María, una centella de su infinito fervor y una pizca de la compasión de su Santísima Madre. Esto será más que suficiente para hacer de todos nosotros antorchas ardientes de reparación por nuestros pecados y los de la humanidad, e incienso de agradable olor para la conversión de los pecadores. 