Expulsión de los mercaderes del Templo, Tiepolo, c. 1750-53 – Óleo sobre lienzo, Colección Thyssen-Bornemisza
Podemos entender la ira de dos modos. Primero, como un simple movimiento de la voluntad por el que se inflige una pena no por pasión, sino por un juicio de la razón. Tomada así, la falta de ira es ciertamente pecado y este es el sentido que da a la ira san Juan Crisóstomo:
“El que no se irrita teniendo motivo comete pecado, porque la paciencia irracional siembra vicios, alimenta la negligencia e invita al mal, no solo a los malos, sino también a los buenos.
“La ira que tiene causa no es ira, sino juicio, ya que se entiende por ira una conmoción pasional; pero la ira del que se irrita con causa no procede de una pasión. Por eso decimos que juzga, no que se irrita” (Hom. XI in Math.).
Otro modo de considerar la ira es tomarla como un movimiento del apetito sensitivo, que se da con pasión y excitación del cuerpo. Este movimiento, en el hombre, sigue necesariamente a un movimiento de la voluntad, porque el apetito inferior acompaña necesariamente al movimiento del superior, si no lo impide algún obstáculo.
Por eso no puede faltar totalmente el movimiento de la ira en el apetito sensitivo, a no ser por sustracción o debilitamiento del movimiento voluntario. Y, como consecuencia, también es viciosa la falta de pasión, como la falta de movimiento voluntario para castigar según el juicio de la razón.
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II, IIae, q. 158, art. 8.